viernes, 26 de octubre de 2007

Estupefacto

Para estrenar el blog, voy a empezar por un relato que escribí hace algo menos de dos años con un triste trasfondo que no voy a contar.
Ahora mismo, leyendo el relato, veo muchas expresiones que cambiaría, pero prefiero copiar el original. Comprendo que en algunas expresiones se constata una falta de madurez que culpo a la edad. Y sin mas explicaciones...


Me quedaban aún unos 120 kilómetros para llegar a mi hogar. Parecía que no avanzaba nada, cada metro se me hacía eterno. No se porqué, pero el viaje de ida me resultó menos aburrido, será quizás por las ansias que tenía de ver a la familia. Aquel fin de semana se me había pasado en un suspiro pero a las horas que llevaba dentro del coche no les veía fin. Observaba como se perdía la carretera en el horizonte y me recordaba el trazo que deja una gota de helado derretido que vaga sola por el cucurucho hasta caer al vacío. Al mirar a los lados solo era capaz de ver arena. Ya estaba cansado de conducir con el mismo paisaje de fondo durante tanto tiempo y además hacía un calor espantoso. No se la temperatura que haría fuera, mi Cadillac era antiguo y no tenía termómetro ni ningún otro aparato electrónico de esos que les ponen a los coches nuevos. Mi Cadillac era de 1977; me lo regaló mi padre cuando se compró el otro coche tan moderno que ya ha visitado el taller mas veces que esta “antigualla” como le solía decir él, aunque yo prefiero este antes que los flamantes coches con toda la tecnología del mercado.

Posiblemente del ingente calor que estaba soportando, cerré los ojos un momento y tuve una visión, o más bien, una intuición. Cuando los abrí sentí la necesidad de ver el contador de la gasolina. Apenas tenía gasolina y hacía unos dos o tres kilómetros creí haber visto un área de servicio, pero no estaba totalmente seguro pues el bochorno que había en el ambiente no me dejaba pensar con claridad. La aguja había llegado a la reserva. No me lo pensé dos veces, frené bruscamente y di media vuelta sobre mis pasos.

La carretera estaba desierta, solo conducíamos un camión que venía en mi antigua dirección y yo. Nos cruzamos, y a partir de ahí, durante los que yo creí que eran una par de kilómetros, que acabaron resultando cinco al menos, no vi a nadie más.

Ya podía ver la estación cada vez mas cerca, me encontraba ansioso como el niño que abre los regalos el día de su cumpleaños, pero en mi caso era ansioso por llegar para descansar y tomar algo.

Apagué el motor, saqué las llaves y me bajé de mi Cadillac. Me acerqué a la puerta del restaurante a la vez que un muchacho alto, de pelo castaño y un gesto muy serio, de enfado, estaba saliendo. Observé la poca gente que estaba dentro del local: dos camioneros y el camarero. Estaban hablando entre ellos, con tono despectivo y mirando hacía la puerta, por donde había salido aquel tipo. Imaginé que habrían tenido alguna riña. Me senté cerca de la aglomeración de personas que había y rápidamente el camarero vino a mi mesa; le pedí una botella de agua y un bocadillo. Acabé con la comida y me disponía a salir del establecimiento, cuando sentí que el cansancio se apoderaba de mi cuerpo, los pies me temblaban. Me senté de nuevo y bebí otro trago. Saqué fuerzas de donde pude y me levanté de aquella incómoda silla. Salí del restaurante, me acerqué a mi Cadillac y me metí en él. Encendí el motor y me aproximé a la gasolinera. Era una de esas de autoservicio. No me gustaban nada, tienes que echar tú la gasolina y después no hay ni un mísero papel para limpiarte. Fui a pagar y con desprecio cogí la manguera; llené el tanque prácticamente hasta la mitad, no me gustaba llenarlo entero, pararía en la próxima gasolinera que viese. Me monté en el coche y decidí llevarlo al único sitio donde disfrutaba de un poco de sombra. Incliné el asiento hacia atrás y creo que estuve despierto durante un par de minutos, no más.

Cuando me desperté lo primero que hice fue mirar la hora. Eran las siete menos cuarto. Ya casi no se veía el sol, solo aquellos últimos rayos anaranjados intentado pasar por los lados de la nube que se alejaba en el horizonte. Emprendí el rumbo hacia mi casa. A esta hora, otras veces ya había llegado, pero ese día aún continuaba en el camino.

El calor había empezado a amainar. Ya veía más coches sobre el punzante asfalto.

A lo lejos vi una figura moviéndose, al principio creí que era una alucinación mía, pero en cuanto me iba acercando, me iba dando cuenta que era un hombre. Un hombre alto. Un hombre alto y joven. Un hombre tan joven como el que había visto salir del restaurante. Era él. Al principio no me di cuenta, pero después vi que tenía el dedo pulgar levantado. No me lo podía creer, el intenso calor que había hecho durante toda la tarde y que aquel desdichado muchacho tuvo que soportar. Estaba haciendo autostop. No se donde iría por esta carretera, pero para llegar a la ciudad aún le quedaban unos 90 kilómetros, es decir, toda la noche a pie, le amanecería y aún le caería otra vez la noche y continuaría andando.

Sentí que tenía que parar el coche para recogerlo, no podía dejarlo ahí, quién sabe si tenía comida o bebida, o si aparecía al día siguiente en las noticias, no me lo podría quitar de la cabeza. Frené violentamente -como ya era normal en mí- unos metros delante de él. Corrió hacia mi coche con miedo de perder su única oportunidad.

-¿Hacia dónde vas? -le pregunté.

-Al oeste -me dijo-. Pero no tengo un rumbo fijo.

-Sube.

-Muchas gracias, no se como agradecértelo, creí que me iba a quedar ahí, que me encontrarían fiambre -rió débilmente-.

No iba mal vestido, unos vaqueros, una camisa de manga corta y una gorra en la cabeza para cubrirse del abrasador sol que había azotado este lugar.

-Dolan Sheldon -me tendió la mano.

-Howard Morrison -Le di la mía.

Nos presentamos, al poco tiempo quedamos en silencio durante unos minutos y lo rompí preguntándole si quería que lo dejase en la siguiente área de servicio. Me respondió afirmativamente, que estaría muy agradecido. A partir de ahí, durante los próximos ocho o diez kilómetros no dijo nada más; se había apoyado sobre el cristal de la ventana y cerró los ojos; además, yo no quise preguntarle sobre la disputa que supuestamente había ocurrido en el bar.

No me parecía mala persona a simple vista pero tenía una extraña sensación en el cuerpo que me decía que hubiera sido mejor no haber parado en aquella cuneta. Al rato abrió los ojos, se desperezó y estiró un poco el cuello y los brazos. Estuvimos hablando sobre coches antiguos durante unos minutos y repentinamente se calló y se metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón. La curiosidad me invadió y miré a mi derecha, escuché un leve clic. Dolan sacó una navaja de su bolsillo.

-Tío guarda eso -le dije.

No me hizo el más mínimo caso. Esa navaja me estaba poniendo cada vez más nervioso, pero lo peor no fue eso, sino el maldito momento en que decidí mirarlo a los ojos. Tenía la cara desencajada; los saltones ojos, salidos de sus órbitas; los dientes apretados, casi a punto de estallar y la tez muy roja. Nunca podré olvidar aquella mirada de perturbado. Las manos le temblaban, noté que estaba terriblemente alterado, pero nada comparado con el fortuito shock que yo estaba sufriendo.

-¡Acelera! ¡Estoy harto de estar aquí encerrado!

En ese momento volví en mí, aunque no sabía cómo reaccionar, qué hacer. Cedí a sus órdenes y aceleré la marcha.

-¿Qué es lo que quieres? -le pregunté.

-¡Pareces tonto tío! ¿Qué voy a querer? Tu dinero y tu coche.

Estuve concentrado en conducir durante un tiempo, en no salirme de la carretera y en maldecir ese miserable día. Percibí que mis sentimientos ahora no eran de miedo sino que estaba enfadado; enfadado conmigo mismo.

De la boca de mi compañero de viaje no salían más que sandeces, criticando mi conducción, amenazando una y otra vez y berreando por la ventana. No se estaba quieto ni un momento, no me dejaba respirar. Pude observar sin ninguna confusión que estaba demente.

Esta situación estaba colmando mi paciencia, todo iba a llegar al límite de un momento a otro. Este suceso tenía que acabar ya, pero no sabía cómo.

Dolan tenía la navaja sujeta con la mano izquierda y apuntando hacia mí. Estaba constantemente asomándose a la ventanilla y seguía gritando; no se bien lo que vociferaba, pero seguramente serían gansadas. Una de esas veces que se asomó a la ventana y apartó durante un segundo su vista, me abalancé como pude sobre él, sobre su mano e intenté hurtarle la navaja. Me aferré a su mano izquierda con mis dos manos, el volante estaba suelto. Paré el coche y empecé a golpearle el pecho y la garganta con la cabeza. De pronto, sentí uno de los mayores dolores que he soportado, no sabía que me estaba haciendo en el cuello, pero me dolía mucho. Cuando noté que cesaba la presión, giré la cabeza, no podía creerlo, tenía sangre en los dientes, una gota de sangre le caía por el labio inferior. Me alcé un poco para intentar de nuevo quitarle la navaja, apreté con todas mis fuerzas, pero parecía que la tenía pegada a la mano. Lo tuve que dejar por imposible, cada vez estábamos más cansados y más heridos. Los asientos de mi Cadillac estaban teñidos de rojo. Separé mis manos de las suyas, me aparté; el también se alejó de mí y me obligó a salir del coche. Accedí a su exigencia. Tan pronto como salí del coche, aceleró hasta perderse en el horizonte.

Estaba mal herido, no me podía observar en un espejo, pero sentía uno de los innumerables hilos de sangre correr por mi frente. Mis brazos estaban totalmente ensangrentados. Apenas tenía fuerzas pero recordé que aquí cerca se encontraba la estación de servicio en la que pensaba dejar a Dolan. Decidí que tenía que llegar hasta ella como fuese. No se si será casualidad, pero cuando estaba en mi Cadillac pasaron algunos coches; en ese momento solo pasó uno y apenas me vio. Ya estaba oscureciendo. Era capaz de ver muy poco. Mis fuerzas se desvanecían, sentía que de un momento a otro caería en el suelo y ya no me podría levantar más. Pero una luz a lo lejos me impulsó a continuar.

Ya estaba llegando, podía distinguir el cartel de la estación y al lado el precio de la gasolina. Entré y rápidamente se acercaron a mi unos cuantos hombres, no pude distinguir cuantos eran pues ya estaba moribundo, hasta que me desplomé en el suelo.

Lo siguiente que recuerdo, fue en el hospital. Cuando desperté me dijeron que había estado en coma unas horas, tenía el suero conectado y estaba muy dolorido. El cuerpo lo tenía prácticamente entero cubierto de vendas. Sentí unas enérgicas punzadas en el cuello, y las relacioné a la mordedura que me había propiciado.

Después de interrogarme la policía, no podía quitarme de la cabeza la imagen aquella tan escalofriante con los ojos saltones y la mano empuñando la navaja. Me pregunté cuando tiempo tardaría la policía en dar con su paradero.

Unas cuantas horas más tarde recibí la inesperada visita de la policía. Me contaron lo que había sucedido. Cuando me dejó en la carretera y se fue, unos treinta kilómetros más allá, se quedó sin gasolina y tuvo que salir del coche. Empezó a andar despavorido, asustado, sin saber a donde iba. Me dijeron además, que se había adentrado en la arena; y allí, ya su cuerpo no aguantó más y cayó al suelo, se arrastró como pudo unos metros más, hasta que una serpiente coral lo mordiera provocándole la muerte. Me resultó extraño que fuese una coral y no una cascabel, la que anduviese por ese territorio, pero el resultado es que ya no tendría más problemas con ese hombre.

Al cabo de unas horas de haberse marchado la policía, sería ya alrededor de las once de la noche; estaba empezando a quedarme dormido, entraba en el estado previo al sueño, parecido al coma; pero salí apresuradamente de ese estado al escuchar un ruido en mi habitación; la puerta se abrió lentamente. Con el silencio de la noche escuché unos pasos acercándose hacia mí. Creí que sería el doctor, que venía a ponerme otra de las numerosas inyecciones que me había puesto ese día, pero aprecié que tardaba en llegar a mi cama. Me di la vuelta para asegurarme de que quien había entrado era el doctor. Todo estaba oscuro pero podía ver una sombra.

-¡Encienda la luz! -exclamé.

-No hace falta Sr. Morrison -dijo la voz.

Noté como un profundo escalofrío se apoderaba de mi cuerpo. Quise no haber escuchado esa voz jamás. Esa voz. ¡Dolan!

No podía ser. Dolan había fallecido, lo había visto la policía.

“Esto no puede estar ocurriéndome a mí -pensé.”

La sombra encendió la luz. Durante un momento tuve que cerrar los ojos, mientras mis pupilas se contraían para acostumbrarse a esa luz. Cuando de nuevo los volví a abrir, lo vi. Era él. Era Dolan.

Se estaba acercando hacia mí. Intenté gritar pero no me salía la voz. Quería levantarme de la cama para salir de la habitación, pero no podía, estaba encadenado a la cama. Todo lo que sentía se reducía a una palabra: impotencia. Impotencia de no poder hacer nada. De no poder gritar, no poder defenderme, ver como se iba mi vida sin poder impedirlo.

En ese momento de angustia, de sobresalto, abrí los ojos, tenía el corazón muy acelerado, las manos me temblaban, me parecía que iba a estallar, pero me fui calmando. El pulso fue recuperando su pulso normal, me sentía mejor y en ese instante mire a mi alrededor. Delante mía una pared, a mi izquierda una carretera y a los lados mucha arena. Aún hacía un poco de bochorno. Todo había sido fruto de la siesta que tuve después de comer. Aunque todo había sido un sueño, en aquel instante no lo recordé, sabía que me había despertado muy sobresaltado; por lo que deduje que se habría tratado de una pesadilla y no le di más importancia. Miré mi reloj, eran las siete menos cuarto y emprendí la marcha, ya que deseaba llegar a casa.

La carretera estaba prácticamente vacía, apenas veía a nadie. Cuando recorrí unos veinte kilómetros, tuve que encender los faros de mi Cadillac, aunque todavía no me hacían falta realmente, pero a lo lejos divisé algunas sirenas de coches de policía. Imaginé que habría ocurrido algún accidente. Me fui acercando al lugar, y cual fue mi sorpresa que vi un Cadillac rojo oscuro, parecido al mío. Mientras más me acercaba, más aumentaba mi estupefacción. El Cadillac. El Cadillac era igual que el mío, del año 1977, rojo oscuro y tenía la puerta del conductor abierta. No tuve tiempo de mirar la matricula del coche, mi estupor no me dejaba hacer otra cosa que centrar mi mirada dentro del coche. No me di cuenta siquiera que mi Cadillac estaba casi parado hasta que uno de los policías se acercó a mi coche y me dijo que siguiera. Vi que había dos coches de policía alrededor de aquel Cadillac, uno de los policías estaba en la carretera, otro acordonando la zona, y dos alrededor de un cuerpo tirado en la arena unos metros más allá del coche.

-¡No! ¡Eso no es verdad! -dije en voz alta.

Mi corazón empezó a latir apresuradamente hasta que me empezó a doler el pecho. No podía creer lo que estaba viendo. ¡El cuerpo! No pude verle la cara, pero si la ropa, tenía unos vaqueros, una camisa de manga corta, y una gorra que yacía unos metros más acá.

Kroenen